Muerte y miseria, dos desgracias parecidas

  Horacio Serpa Todavía nos dolemos de los crueles asesinatos de los niños en el Departamento de Caquetá. Fue un crimen miserable, absurdo, que clama castigo. Con que la justicia actué diligente y rigurosamente aplique las leyes existentes, se podrá castigar a todas y todos los responsables. ¿Nos vamos a quedar ahí? Se dictarán sentencias de treinta y cuarenta años de cárcel y muchos dirán, “por fin actuaron las autoridades y podemos estar tranquilos”. Ese modo de ser es clara muestra de la indolencia, de la insensatez y del facilismo en que estamos atrapados. Pensemos en los asesinos, en los responsables intelectuales y materiales. Hay que hacerlo para reflexionar sobre las razones por las cuales unas personas como nosotros, de la misma patria como nosotros, pueden llegar a extremos tan macabros, tan perniciosos como los que recientemente nos horrorizaron. Es que no fue un caso aislado. Tenemos miles y miles de eventos semejantes a lo largo de muchos años. Hace setenta años mataban a liberales y conservadores con “el corte de franela” o “el corte de corbata”. Recientemente era con motosierra y los depredadores se tomaban la sangre en sus víctimas que recogían en sus propios cráneos. Hace poco tuvimos hornos crematorios como Hitler. Los padres matan a sus hijos en el desespero de la miseria y por robarse un teléfono usado se asesina sin piedad. ¿Nos quedamos callados? En la masacre del Caquetá, ¿nos detuvimos a mirar la casa donde vivía la familia que fue ultrajada y diezmada tan bárbaramente? Es un símbolo de la miseria, de la enorme desigualdad que rige el presente y el porvenir de muchas y muchos colombianos. En esa casucha de madera, abandonada, sin servicios, con piso de tierra, sufrían la miseria los niños asesinados. Merecieron mejor vida y mejor destino. No los tuvieron porque hombres malos los ultimaron y porque no hemos sido capaces de crear instancias de convivencia y de equidad. Se unieron la muerte y la miseria para llamar la atención de los colombianos sobre las perversidades que generan la ignorancia y la miseria. Me duele decir lo siguiente, pero es verdad. Ya no se puede decir de alguien que vive como los cerdos. Los “marranos”, que llamábamos antes, ahora viven en establos bien atendidos, comen cinco veces al día, tienen veterinario a la orden, los vacunan, todos los días los bañan y les ponen música para que no se estresen. Viven mejor que cientos de miles de niñas y niños colombianos. ¡Es una gran vergüenza! Pero no necesariamente tiene que ser así. Si nos lo proponemos seremos capaces de cambiar esa lacerante verdad, que debe atormentarnos. Podemos producir cambios esenciales para que la educación genere igualdad, para que la salud cubra a todas y a todos, para que nadie tenga que vivir más en casuchas como la del Caquetá. Si no se sigue concentrando la riqueza, muchas familias podrán ser propietarios de vivienda, tener ingreso, vivir para gozar no para sufrir. ¡Atrevámonos!