La historia y la muralla.

Por: Carlos Rojas Cocoma

Pareciera que la frontera es el problema político de los últimos meses. Entre la agitación por la migración de miles de sirios a Alemania, el exilio en la frontera colombo-venezolana, y las promesas de la candidatura de Donald Trump de imponer una muralla entre México y Estados Unidos, el mundo, al menos el occidental reconoce otra vez que la desaparición de los límites territoriales es aún una utopía.

Las naciones se definen por las fronteras, y éstas pueden ser de todo tipo: las más destacadas son las naturales, que se convierten en barreras que filtran la entrada y salida de población y mercancía de un punto a otro; por ejemplo el mar fue el gran sistema de control con el cual el Reino Unido definió su avance imperialista. Existen también aquellas que impone la cultura, de idioma o de religión, como las barreras latinoamericanas entre el español y el portugués, o incluso discretas puertas entre naciones que se ofrecen antes que nada como protocolos legales para formalizar inexistentes diferencias. Las fronteras entre Bélgica y Holanda, o Perú y Bolivia, pueden ser muestra de ello.

Pero de todas ellas la más impactante es la frontera humana definida a través de un largo muro. La muralla es la manera en que la frontera adquiere un gesto arquitectónico. Desde la muralla China hasta las de feudos medievales, el sentido de protección se acompañaba por la distinción de una unidad que imponía una membrana que resguardaba celosamente el poder dentro de límites claros. Estos mecanismos de limitación fueron cediendo a medida que otros sistemas imponían de forma sistemática sus reglas. Así se pasó de un Estado protector a uno que controla; es así como ya a finales del siglo XVIII Jeremias Bentham interpretaba al Estado como un gran mecanismo de visibilidad de cada uno de sus individuos.

Pero si el control individual fuera tan inminente, bastaría una pequeña sacudida de un gobierno para que su población sintiera de nuevo la presión del poder y el yugo de los sistemas. Si bastara con numerar e identificar para controlar, no se estaría planteando, en pleno siglo XXI, de nuevo la creación de nuevas murallas. Su problema radica en su carácter utópico.

El 9 de noviembre de 1989, caía en Berlín la muralla que dividía al mundo entre un sistema capitalista y uno socialista. La fortaleza simbólica del mundo de la Guerra Fría se desmoronaba en una ciudad que representaba el recorrido histórico del siglo XX. Sin embargo, si bien las lecciones sobre el comunismo se aprendieron, pocas se aprendieron de la barrera de concreto.

A comienzos de los años 90 el mundo veía con admiración como Alemania finalizaba por primera vez en su historia un conflicto sin una guerra de por medio, y cómo la política era la fuerza capaz de superar finalmente la historia de la violencia en la que se sumió el continente Europeo. Parecía un paso adelante en el que la diplomacia vencía a las armas. Pero nada fue tan pacífico. En los últimos años han salido a flote los mecanismos con los que la República Democrática Alemana impedía la sublevación así como la fuga de sus ciudadanos. Controles, espionaje, paranoia, persecuciones, apenas se podían entender detrás de la gente que cavaba túneles bajo el muro para poder escapar de la opresión del control del Partido Socialista Unificado. La historia ha revertido la forma simbólica de la muralla, y ahora se puede ver en ella un sistema de control que, atrapado en sí mismo, reprime con su fuerza a los ciudadanos que pretendía proteger y termina por asfixiarse.

La muralla México-Estados Unidos no es una propuesta original de Trump. Tampoco es la única que anda en construcción actualmente. Pero sí son símbolos de un Estado que le apuesta a un control que, como se ha visto en otras épocas, termina contaminando su propio sistema. En esta segunda década del siglo XXI, el mundo se adapta sin asombro a que detrás de la globalización de la información, va la movilidad de sus ciudadanos. Imponer un muro es un símbolo que no sólo resulta inofensivo para quien quiera atravesarlo, sino que termina por apabullar al sistema que lo impone.

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