Carlos Rojas Cocoma
En el mundo financiero, son pocas las industrias culturales que sobresalen en Colombia, y son pocos los empresarios que apuestan con firmeza a su desarrollo. Por una parte, los medios de comunicación se concentran en productos populares y masivos de fácil consumo, como el caso de las telenovelas o las transmisiones deportivas (es decir el fútbol), y por otra parte los escenarios como el turismo se concentran en estereotipos más fáciles de vender hacia el extranjero. A pesar del patrimonio cultural tan llamativo e interesante como el colombiano, se ha preferido comercializar una marca ligada a la fiesta, la naturaleza de fácil acceso (es decir la playa), y algunas ciudades con comodidades modernas (es decir centros comerciales), y dejar de lado los baluartes patrimoniales como la historia, la arqueología o el arte. Sobre estos hay que defender un par de cosas.
Compararse con lo que ha hecho España, Francia o Italia con su desarrollo cultural y su imán en la poderosa industria del turismo es una pelea desigual con un país como el nuestro, estigmatizado con justa causa por el terrorismo de la violencia y la debilidad en su infraestructura. Pero hay que llegar a un equilibrio, por lo que lo compararé con casos cercanos. Sólo una ciudad como Arequipa en el Perú, cuyo centro histórico no es más grande que la dimensión de Villa de Leyva, recibió 700 mil turistas el año pasado, facturando 25 millones de dólares. Esto llama la atención si se tiene en cuenta que hasta hace menos de diez años se trataba de una ciudad secundaria e irrelevante para los viajeros al país Inca. Estos datos son aún más considerables cuando se analiza que quien gana con este flujo de visitantes no es sólo la compañía hotelera, sino también el artesano, el guía, los transportadores, los mercaderes, los museos, los restaurantes y todos los vendedores informales que se topen los transeúntes. Es un dinero en cierta medida democrático.
Dirán algunos que el patrimonio Inca o Azteca, sus poderosos templos, pirámides o caminos, son una fortaleza hacia la cual es más sencillo promover el turismo que en Colombia, donde nuestros centros arqueológicos se limitan a pequeños observatorios astronómicos, o algunos centros funerarios. Aunque esto se puede discutir y habrá algunos defensores del muy bien conservado parque de San Agustín o del Museo del Oro, supongamos que tienen razón. ¿Qué decir entonces de Guatemala, Ecuador o Bolivia, países con una economía más modesta que la colombiana? Allí el patrimonio cultural es la prioridad a la hora de pensar en turismo. Sólo en el país vecino, el turismo pasó a ser el cuarto sector más productivo.
La debilidad de nuestro sector cultural dentro del turismo puede deberse quizás al mismo fenómeno que se ve en otros frentes empresariales: el pensamiento a corto plazo. Pongo solo un ejemplo: en el año 2007 el hotel Decamerón de Santa Marta comenzó a sufrir un deterioro de su playa por los residuos de carbón del desplazamiento marítimo de esta materia prima. Cuando se solicitó hacer un cuidado de esta costa la respuesta gubernamental fue simple: continuar. Entre preservar una playa a preservar la minería, prevaleció lo segundo, por ello el hotel debió cerrar sus puertas. Pero el deterioro va en expansión. Actualmente, se sabe que el daño ambiental ya está llegando al parque Tayrona, y que los pescadores de Taganga deben alejarse cada vez más de las costas para lograr su jornada, deteriorando así lugares cuya riqueza no sólo natural sino cultural debería ser un patrimonio a proteger como lo más sagrado. ¿En qué mente estratégica se cree más benéfico destruir un patrimonio ancestral por un beneficio de corto plazo?
En el último año el turismo pasó a convertirse en el 5.9 % del PIB colombiano. En los países con un sector fuerte del turismo, 11 de cada 20 empleos provienen de allí. Y con todo, el Estado asignó para el ministerio de Cultura en el 2016 el 0,2% del presupuesto, que comparado con el 18,6% del Ministerio de Defensa resulta lamentable. Por citar un ejemplo, en España será del 7,6%. La cultura no es sólo un símbolo, es una industria, a pesar de que su desarrollo y sus cualidades participen de mecanismos de producción diferentes a los de industrias de productos o servicios más tradicionales. Mientras en México el patrimonio está en el centro de su nacionalismo, en Colombia se ha menospreciado un sector que bien manejado y con una visión a futuro, puede dar más frutos de lo que hasta el momento ha recibido. En la agenda mundial del turismo debería aparecer Salento, Barichara, el patrimonio artístico de Tunja, las tamboras del Palenque San Basilio, la semana santa de Mompox, el mundial de coleo de Villavicencio o el festival de performance de Cali. Hace muy pocos años se descubrió que posiblemente la pintura más antigua realizada por el hombre se encuentre en Chiribiquete, en la selva colombiana. Bien manejado, resulta menos destructivo explotar el turismo cultural que cavar para extraer recursos minerales.
Un empresario astuto sabrá que la cultura no es para nada la hermana fea del cuento de hadas. Esperemos que en este caso, a esta cenicienta le logren dar una oportunidad.