Horacio Serpa
Es muy difícil entender a la gente. Llevo cincuenta años escuchando quejas, reclamos y denuncias por las acciones ilegales de la guerrilla, con razón. Ha sido una larga y triste historia de sangre, de abusos, de destrucción, saturada de todas las irregularidades, atropellos, arbitrariedades que se puedan imaginar, atribuibles no solo a la subversión sino a los paramilitares, al narcotráfico, a la delincuencia común y a agentes del mismo Estado. Una grande y desgraciada anarquía que solo nos ha dejado dolor, lágrimas, ruina y desesperanza.
Se hizo de todo para acabar con la subversión por la vía armada. Fue medio de siglo de confrontación a cargo de las fuerzas Militares y Policiales, a un alto costo de vidas y de presupuesto, que se perdieron en una guerra inútil, obligada por quienes pretendieron llegar al poder por medio de la violencia y rechazada por los legítimos guardadores de la institucionalidad. Guerra cruel que casi todo lo dañó, que frustró las posibilidades de una vida grata para los colombianos y que inundó muchos espacios políticos, sociales, empresariales, comunitarios y gubernamentales, de corrupción y de perversidades. No es un secreto que la guerra no es buena para nada ni para nadie; desde cualquier lado por el cual se la mire, es mala para todo y para todos.
Ahí es donde resulta difícil entender a mucha gente, que se empeña en desdibujar, en tergiversar, en bloquear cualquier intento que se haga por terminar la confrontación violenta por métodos diferentes a la confrontación mortal. Francamente no lo comprendo a pesar de todos los argumentos, muchos traídos de los cabellos, que cada día se inventan para impedir que salgan adelante los esfuerzos que el Presidente Santos viene adelantando en La Habana con las Farc.
¿Será que quieren más guerra, más muertos? Se desviven por decir que no, que son agentes de la paz. ¿Cuál paz? La paz está en los Acuerdos próximos a firmarse. La otra es la paz de los sepulcros.
La tesis de que los funcionarios públicos no podrán hacerle campaña al plebiscito, es descabellada. ¿Cómo negarle a la gente la posibilidad de vivir sin las angustias ni las consecuencias de la guerra, en convivencia? Sería, además de inhumano, inconstitucional, pues el art. 22 de la Carta señala que la paz es un derecho fundamental.
Pero además, al tenor de la misma norma, la paz es un deber. Quiere ello decir que cada persona, así sea empleada oficial, debe trabajar para conseguirla. El plebiscito es la forma apropiada de hacerlo.
A los empleados públicos se les sataniza acusándolos de mermelados y clientelistas, desconociendo su formación profesional y la importancia de sus trabajos. Con criterio absurdo y valetudinario se les prohíbe participar en la actividad política, cuando es otro derecho constitucional. Ahora se les quiere amordazar para que no opinen sobre los acuerdos que van a terminar con la guerrilla. No es posible tan alto grado de extremismo. ¡El deber es luchar para que llegue la paz!