Es normal que la sociedad tienda seguir una guía determinada, sea con la imitación, la atención a una idea, la aceptación de un pensamiento, el seguimiento de un líder y, en general, el seguimiento del rumbo de una colectividad. E igualmente lo es, el seguimiento de un afecto, de una imagen, de una expresión cultural, o de una orientación política o de otra índole, especialmente en esta época electoral de cambio de gobierno y de congreso.
Sin embargo, dicho seguimiento se torna defectuoso en caso de “fanatismo propiamente dicho”, porque, en este evento, se exalta excesivamente el culto a una idea, representada en un ente específico, de tal manera que perturba sensiblemente la libertad y la razón necesaria para evaluar el contexto pertinente y, en consecuencia, la facultad de mirar, aceptar o tolerar, otras alternativas y evaluar la más razonable.
De allí que el fanatismo si bien contribuya a la consolidación y defensa de otro, también facilite la exclusión, la intolerancia y la separación de los demás grupos sociales, y, en ciertos casos, facilite y propicie la violencia contra ellos. Ello puede suceder con los fanatismos religiosos, políticos, sociales, culturales, raciales, económicos, regionales, deportivos, etc.
Lo anterior impone la necesidad de combatir dicho fanatismo pernicioso, de un lado, mediante la reflexión libre de la posibilidad de rechazar o no continuar con la idea o acción fanática que resulta perjudicial y, en su lugar, adoptar una decisión y actitud propia o personal; y, del otro, la de dirigir nuestras valoraciones por medio del uso de la razón para rechazar los actos irracionales de fanatismo, especialmente los violentos, y para continuar, si se quiere, con aquellos que solo exaltan emociones y sentimientos bondadosos, agradables u tolerados o admitidos por la sociedad (v.gr. fanatismo deportivo nacional).