Desde hace mucho tiempo la sociedad se sorprende cada vez con hechos que notoriamente son reprochables. Así ocurre en la actualidad con los hechos de gran impacto social, como son los hurtos a celulares, los atracos, las penetraciones sin pago a los transportes masivos, las inseguridades urbanas, etc. Ello también acontece con los hechos relacionados a los carteles de los contratos, los tráficos de influencia y la inoperancia de los funcionarios públicos, de las autoridades de policía, de los organismos de investigación y de la justicia, así como de la clase política. Pero dicho asombro también se extiende a hechos internacionales reprochables, como la trata de personas y la corrupción en las actividades del fútbol internacional (FIFA), etc.
Sin embargo, en la sociedad se ha gestado una mera idea de lo que realmente acontece, sin ningún análisis, lamentablemente auspiciada por todos los sectores, y no percibida por los medios de comunicación social, consistente en que “aquí no pasa nada”. Porque, por el contrario, en verdad, aquí si pasa algo, que es precisamente aquello que hace que no pase nada.
En efecto, la usual expresión de que “aquí no pasa nada” para referirse a aquella “actitud pasiva de no reacción contra aquello que se estima incorrecto”, no debe apreciarse inocentemente como aquella que considera que se trata de una falta ocasional que no causa daño y que, además, es lo mejor para la sociedad. Por el contrario, se trata, en el fondo, de la consolidación de un estímulo a la corrupción. Porque con esa expresión no solo se hace un reconocimiento social a la inoperancia del Estado, sino que se estimula a las personas para que corrompan o se aprovechen de los funcionarios deshonestos. Más aún, ella facilita que adopte, como estrategia de la corrupción, la disfuncionalidad del Estado, lo cual implicaría la corrupción del propio Estado, esto es, la de su deterioro funcional paulatino. De allí que se trataría de un reconocimiento social de la inoperancia estatal que, desde cualquier ángulo, constituiría la peor forma de corrupción del Estado. Porque, en el fondo sería como promover no solo la compra y el tráfico de los funcionarios (en sus conciencias), del tráfico y aprovechamiento indebido de los cargos y de las decisiones estatales, tal como hoy se ha entendido la corrupción, sino que con dicha actitud se promovería el deterioro la honestidad de los funcionarios y de los particulares que deberían tener para con el Estado, y, consecuencialmente, también se corrompería totalmente de la esencia de la función del Estado.
Pues con ello se auspiciaría y consolidaría: En primer término, la idea de un Estado antidemocrático. Porque debido a su inoperancia, no beneficiaría a la sociedad; en tanto que cuando opera, solo favorecería a los grupos, incluso a los alzados en armas. En segundo lugar, la idea de un Estado inoperante, cuando sus autoridades públicas no hacen o no cumplen las leyes, o no las hacen cumplir cuando se cometen conductas repudiables socialmente, o sencillamente no reconocen los derechos de todos los miembros de la sociedad, o no satisfacen las protecciones, ni mucho menos las necesidades de estos últimos. En tercer término, dicho reconocimiento social también reafirma la “idea del Estado invisible”, esto es, la de que, a pesar de su existencia organizada, el Estado no tiene presencia, no se siente ni se ven sus acciones, ni se aprecian resultados sociales, ni mucho menos, se recibe su protección. Todo lo cual abriría el camino para el empoderamiento de la delincuencia organizada, del narcotráfico, del tráfico ilegal y del estímulo para el surgimiento de dictaduras políticas, militares y económicas.
Por consiguiente, es hora en la que los medios de comunicación social, tengan que acentuar su misión democrática de búsqueda y difusión de la verdad social, particularmente en vísperas de elecciones regionales, para provocar que “al fin pase algo”, esto es, que se apliquen las sanciones legales, sociales, morales y económicas del caso.