Horacio Serpa
Siempre nos hemos alimentado de promesas y frustraciones. Relámpagos que iluminan el firmamento de lo social seguidos de largos períodos de oscuridad. En el siglo 19 y bien entrado el siglo 20 gran parte de la población se alimentaba de esperanzas celestiales que la mantenía en la penuria convencida de que los años de necesidades serían recompensados con siglos de bienaventuranza. Los laicos pusieron el pecho al fuego oficial porque creyeron que la tierra era para los que la trabajaban. A López Pumarejo y a Lleras Restrepo les enmuchilaron sus reformas al agro y el SETTT de López Michelsen (salud, educación, tierra, techo y trabajo) nunca operó en un sistema de manguala como el Frente Nacional.
En el actual sistema, con el actual modelo económico, con los partidos políticos dedicados solamente a la lucha electoral, no hay espacios para los cambios. La disputa es por la Presidencia de la República, las gobernaciones, Alcaldías y las mayorías en el Congreso Nacional, sin propósitos gubernamentales ni legislativos de fondo, para las transformaciones. De la política se apoderaron los titulares, los enunciados, las reformitas sobre lo mismo, sin compromiso con un pueblo marginado y apático que se contenta con decir en las encuestas que es feliz, aplaudir los reinados de belleza, festejar en las ferias de pueblo y esperar las elecciones para ver quien ofrece más por el voto.
Claro, todos tenemos celular y televisión, en señal de progreso y equidad. A los que hacen malabares en los semáforos se les considera empleados con ingreso y seguridad social. La vida pasa apacible. No importa que los niños no tengan pre-escolar ni que los jovencitos de noveno grado tengan que retirarse de las escuelas para dedicarse a luchar por la vida en la dulce edad de los catorce años. Tampoco interesa que en las cifras aparezcamos como uno de los países más desiguales del mundo. Nos acostumbramos al status quo y el pueblo irredento que llamaba Gaitán, como en la parábola del rico Epulón, vive pendiente de las migajas que caen de la mesa en la que se sirven los banquetes de los opulentos.
No todo está perdido. Con la paz deben venir cambios ciertos en la estructura institucional, en las costumbres nacionales y en los manejos económicos. Si no es así, seguiremos entre frustraciones y desgracias, y la violencia volverá a empotrarse en la vida de los colombianos. El momento es para las reformas.
Tenemos que ser capaces de señalarlas, lucharlas e imponerlas. Se requiere un cambio esencial en el contenido de nuestra débil democracia. Hay que lograr consciencia sobre lo que valen los Derechos Humanos, para que su respeto amplio y efectivo sea un compromiso nacional. Y hay que encontrar la forma de que nuestro sistema económico incluya, no acumule, y reparta con equidad. Todos debemos tener derecho a la riqueza nacional. Si ello no ocurre, no llegará la paz. Pero la oportunidad está cerca y tenemos que lograrla.